Muerte en Doñana. La tragedia de los 40 náufragos del Asperillo

2022-10-15 01:09:44 By : Ms. juan yang

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Un temporal provocó en 1758 el naufragio de unos misioneros jesuitas en la playa almonteña, que murieron después de varios días a merced del frío y las alimañas

Playa del Asperillo, en Almonte, donde naufragó ‘el Veneciano’.

Paco Muñoz 18 Septiembre, 2022 - 06:00h

El verdadero problema no es tanto que se te coman los ojos como saber que los próximos serán los tuyos. Al fin y al cabo, para entonces ya estarás muerto y poco importan unos ojos más que menos, pensaba, torciendo la cara en una ligera, casi inconsciente, mueca de terror. Ni siquiera esa certeza, la de que vas a morir pronto, es tan terrible como parece cuando a tu lado tienes a tu amigo del alma descomponiéndose. Lo miraba con tristeza y repugnancia, y eso que a aquellas alturas del día apenas podía verlo ya. Era solo una mancha imperceptible, una silueta brumosa al contraluz, desdibujada por el tamiz acuoso de unas lágrimas que no acababan de salir y el destello anaranjado del sol, que se caía por el horizonte y pintaba de vetas rosadas el océano. Desde allí parecía un inmenso charco de sangre diluida en  agua negra y salada.

Se acercaba la noche, y con ella llegarían, otra vez, los monstruos que la habitan. Los alaridos se sucedían desde aquella madrugada terrible, hacía ya varios días, en la que se había producido el naufragio. Qué curioso que casi no supiera cuánto tiempo había pasado desde entonces y, sin embargo, recordara exactamente cada grito, cada voz desesperada pidiendo auxilio, cada golpe de un mar que, ensordecedor, bramaba como un gigante enfurecido, escupiendo su ira contenida durante siglos o milenios, y que ni aún así había sido capaz de hacer callar los chillidos ni el chapoteo desesperado de los que no sabían nadar. Casi podía verlos, alzados los brazos, moviéndolos, agitados, de lado a lado, o agarrándose los unos a los otros, usándose de salvavidas. Flotadores humanos. Porque cuando el océano está por tragarte, lo mismo te agarras a un madero que a la espalda de un hermano. Habrá quien diga que hicieron lo que tenían que hacer para sobrevivir, pero él no estaba precisamente orgulloso de lo que había pasado esa noche, roja como la que ahora se acercaba, participando en aquella terrible carrera hacia la orilla. Dando saltos de una espalda a otra. Usándolas. Hundiéndolas. Salvando el pellejo a costa de los demás, porque aunque es verdad que algunos estaban ya muertos, otros seguían bien vivos. Sólo tuvieron peor suerte. Aquello, en todo caso, lo había salvado de momento, igual que haberse quedado en paños menores, una idea de la que no disfrutó pero que, tal y como transcurrieron después las cosas, había resultado proverbial.

-¡El hábito, el hábito! -le había gritado Javier, justo antes de lanzarse al agua, prácticamente desnudo y moviendo los brazos de abajo a arriba, como quitándose una túnica imaginaria.

De no haberle hecho caso, no tenía ninguna duda, estaría ahora dando de comer a los peces, como acabaron muchos de los hermanos que, una vez en el agua, no lograron zafarse de la ropa que, empapada, acabó sirviéndoles como lastre, primero, y de mortaja, después. Puede que ese hubiera sido, se lamentaba ahora, un final mejor que el que le esperaba esta noche, si nada lo remediaba, como alimento de alimañas. Aún así, no había perdido la fe. No la habían perdido nunca, en realidad, a pesar de todo lo que padecieron. Ignacio llegó con el primer grupo que había logrado escapar de la muerte y pisar aquella playa recóndita, que probablemente -habían deducido los más eruditos- se situaba en algún lugar entre las Canarias y Portugal. Era extraña y enorme, imponente. De arenas finas y altos acantilados que se adentraban en el bosque. Cualquiera que los viera diría que estaban resquebrajados, como a zarpazos, por estrechas cavidades.

Aquellos cabezos estaban formados de arena gruesa, una rara piedra, blanca y ocre que no era del todo dura. Al fondo, altos pinos y frondosos matorrales servían de guarida a ruidosos animales, que no parecían tener, desde luego, ninguna intención de amilanarse ante la presencia del hombre. “Costumbre o hambre”, dijeron, con gran acierto con respecto a lo segundo, algunos de los que prefirieron quedarse más cerca del agua, que seguía escupiendo personas vivas y muertas, objetos de lo más variopinto y muchos de los trozos desprendidos del hermoso navío en el que habían zarpado días antes desde Cádiz.

El Veneciano, como apodaban los marineros al Nuestra Señora del Rosario y Santo Domingo, era un barco recio, de gran tamaño, fletado por el Conde de Villamiranda, que se dedicaba a esos negocios, y que estaba a cargo del maestre Juan González Valdez, que pese a ser buen navegante, de vasta experiencia en la Carrera de Indias, nada pudo hacer contra el devastador temporal que los azotó cuando estaban cerca de las Canarias. En ese momento estaban a punto de adentrarse ya en el Océano Atlántico para seguir su largo viaje hasta Cartagena de Indias, que sería, o eso había oído, la primera parada antes de emprender camino a la Provincia de Filipinas, a las misiones, que era el destino final de la travesía. Había pocas vocaciones en el Archipiélago, a lo que se sumaban las muchas muertes que se daban entre los misioneros en una zona en la que era muy fácil perder la salud y la vida, sobre todo si eras un recién llegado. Los hermanos hablaban de que el padre José de Torres, superior de la misión filipina, había pedido insistentemente al Consejo de Indias que le permitiese llevar a 58 nuevos misioneros desde España. Finalmente se envió a 42, que no era mal número, aunque no llegara ninguno.

Ignacio los conocía a casi todos. La mayoría eran amigos, ya que habían estudiado con él en el noviciado de San Luis de los Franceses de Sevilla. A algunos los había visto en la Casa de Misiones, donde sirvió en el hospedaje de los hermanos que, procedentes de otros noviciados, se preparaban para el viaje, y a otros los conoció en el Hospicio de las Indias, ya en Cádiz, donde convivieron unos días antes de que zarparan. Había gentes de todas partes: de Albacete y de Huelva, de Sevilla y Salamanca, de Cádiz, de Zamora, Zaragoza, Alicante o de Madrid. Todos ellos compartían su misma ilusión, sus ganas y entusiasmo por servir a Dios y a los indios llevando el Bautismo y la Palabra a aquellas lejanas tierras.

Fue un viaje tranquilo hasta entonces. Padres y novicios andaban a lo suyo: rezando y estudiando teología. Mientras unos atendían los oficios, otros se asomaban a la borda a contemplar el paisaje o a vomitar la última comida. Ignacio, Javier y el grupo de amigos más cercanos se afanaban, durante las horas de descanso, en debates sobre la ciencia y el cielo, la luna, el mar o sobre la navegación a través de las estrellas. Sobre esto último habían encontrado a un instructor inesperado, por lo sabio: el piloto Lázaro Patricio del Rosario, a quien ahora recordaba con un suspiro. Aquella noche lo había encontrado muerto en la orilla, sujetando aún, con manos agarrotadas, un bonito cofre lleno de alhajas con las que pensaba iniciar su aventura de riqueza en las Indias antes de traerse a su esposa.

No le duraron mucho, al pobre Lázaro, y es que tampoco habían sido gratificantes aquellas horas en las que, después de llegar a tierra firme, había visto a muchos de los viajeros del Veneciano arrancando de las manos, los bolsos, los bolsillos o las bocas de los muertos cuantos objetos pudieron. Monedas, anillos, collares, dientes y hasta las ropas, mojadas y sucias, se llevaban como triste botín de aquella desgracia.

La noche ya se había cerrado en torno suyo. Se estaba quedando dormido cuando un grito último rasgó el tenue silencio que aún quedaba entre el canto inquieto de los grillos y el rumor de las olas que rompían, bravas, en la orilla. Miró alrededor, pero ya no veía nada. Solo el hedor de la carne podrida de su amigo le señalaba que todo seguía en su sitio, el mismo en el que se sentó a descansar tras el ataque de los lobos, hacía ya dos noches. Les cogió desprevenidos, afaenados como estaban en curar las heridas del hermano Francisco. El olor de la sangre, sin duda, los había atraído hasta allí, porque no era habitual que llegaran tan cerca del mar. El hambre hizo el resto. No habían conseguido hacer fuego, a pesar de los muchos intentos desde que llegaron: los pocos palos y troncos que había en el suelo estaban empapados, y la maleza era verde y húmeda, así que ni siquiera tuvieron la posibilidad de espantarlos. Fue un ataque rápido y mortal, aunque breve, que Ignacio esquivó agazapándose en una de las grietas del gigantesco acantilado. Allí seguía desde entonces, escuchando de cuando en cuando los alaridos y las toses sanguinolentas de los pocos hermanos que aún quedaban vivos. Se agarró fuerte las piernas, encogido por un frío que no les había dado tregua ni un solo día.

Tiritando, se concentró en las olas, que imaginaba blancas y espumosas, y entonces, por fin, empezó a llorar. Sin consuelo, como un niño que pierde su mejor juguete. Temblando, desesperado e impotente, ante la certeza de su muerte. Se santiguó como pudo y cerró los ojos. Los apretó con fuerza, para que nadie se los comiera mañana.

Así, con los ojos arrancados por los voraces picos de los alcatraces, encontró José Antonio de Armona y Murga, contador de almojarifazgos y puertos secos de la Aduana de Huelva, las decenas de cadáveres de los jesuitas naufragados en el Nuestra Señora del Rosario y Santo Domingo. Era siete de enero y había cesado al fin el impresionante temporal de lluvias y viento que había arrasado la costa de Huelva en las navidades de 1757 y los primeros días de 1758. Doce días, cuenta el ilustre funcionario, en los que vararon o se perdieron 28 navíos entre el cabo de Santa María (Faro) y la desembocadura del Guadalquivir: pesqueros españoles, mercantes holandeses e ingleses y, el peor parado, el buque despachado desde Cádiz a Cartagena por la Casa de Miranda, que iba cargado “con un millón y ochocientos mil pesos de valor y una misión de cuarenta jesuitas” hacia Cartagena de Indias. De Armona y Murga, que tenía, debido a su cargo, la misión de supervisar las tareas de rescate de personas y bienes de los naufragios, se llevó la triste imagen de una playa “sembrada de cadáveres, de fardos, de cajones deshechos, de tisúes, tafetanes, lienzos, sombreros, medias y otros mil géneros”, como explica en sus memorias, Noticias privadas de casa útiles para mis hijos (Editorial TREA, 2012). Las “salas, cuartos y almacenes de la Aduana de Moguer”, narra, “no pudieron dar cabida a tantos géneros como recogimos y enviamos a ella”.

Pese a la diligencia administrativa, el de Nuestra Señora del Rosario y Santo Domingo tuvo que ser un naufragio especialmente escandaloso por los delitos, incluidos los de asesinato, que se cometieron tras él. En la instrucción del caso contra un tal Manuel Besada, que se conserva en el Archivo Histórico Nacional, por el robo de las alhajas pertenecientes al piloto Lázaro Patricio del Rosario, el fiscal pide un castigo ejemplar que “particularmente, después de la desgracia del navío el Veneciano” sirva “de escarmiento”, no en vano el número de crímenes en torno al siniestro fue tal que “hasta ahora no han podido tener efecto por la suma dificultad, dilaciones y embarazos que ofrecen”.

La desgracia de los jesuitas, además de la de ser testigos de tanta crueldad, fue otra: el naufragio ocurrió de noche, en la bajamar y a mucha distancia de la costa.Muchos murieron en el camino, pero la mayoría de los que llegaron a tierra ni siquiera sabían dónde estaban. No conocían los caminos que llevaban a los pueblos cercanos, ni que a poca distancia podrían haber encontrado el resguardo de las cercanas torres de Carbonero o la Higuera. Quedaron “en aquel desierto víctimas del hambre, el frío y demás miserias”, relata De Armona y Murga.

El funcionario los halló en la playa almonteña del Asperillo, “con un aspecto el más horroroso, y fétidos sus cuerpos”. Los alcatraces “les habían sacado los ojos después de muertos”. Tal y era su estado que tuvieron que enterrarlos allí mismo, envueltos en sus mantas y capas. Nadie marcó sus tumbas accidentales, improvisadas. Nadie sabe dónde quedó el mausoleo sin lápidas ni epitafios de aquellos jesuitas que ya nadie recuerda.

El devastador temporal de los últimos días de 1757 y los primeros de 1758, junto con la terrible imagen de los cadáveres en la playa del Asperillo, fueron los últimos recuerdos de la estancia de José Antonio de Armona y Murga en Huelva, una provincia donde permaneció, en su cargo funcionarial en las aduanas, durante una década. En Huelva vivió otro momento excepcional: el terremoto y posterior tsunami de 1755. Ambas desgracias las narra en sus memorias, ‘Noticias privadas de casa útiles para mis hijos’. Poco después del suceso de los jesuitas fue destinado a América, “tan cansado de aquellos malos días y tan llena mi imaginación de las tristes imágenes de compasión que en ellos se presentaron a mis ojos”, expresó.

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